
Imaginamos que fue un día lluvioso aquel 22 de marzo de 1908. Villalba se alzaba plomiza ese domingo de cuaresma. En la casa de la Calle Real, Rosario rubricaba la carta que, en su nombre, había redactado su nieto Ignacio en el despacho de su yerno. Mientras lo hacía, se precipitaban todos los recuerdos que tenía irremediablemente unidos a las cartas de la Avellaneda: las largas tardes en las que su marido, con la vista ya fatigada por las nieblas del tiempo, hacía que sus nietos se las leyeran; el día que tomó la decisión de publicarlas siguiendo el consejo de Lorenzo Cruz De Fuentes para honrar la memoria de su marido; y, por supuesto, el silencioso destierro que sufrió por ello de Almonte. El refugio que encontró en Villalba para pasar sus últimos años, al lado de su hija María, no la había tratado mal, pero el recuerdo de los años felices en aquella marisma y su triste final le inundaban el pecho de angustia. Siempre sostuvo que la eligió a ella frente a Gertrudis, que la relación de su marido con la escritora fue antes de que contrajeran matrimonio, que terminó antes de casarse. Nunca le reprochó nada a Ignacio y ella guardaba con orgullo las cartas que ambos se escribieron: eran los manuscritos de una de las escritoras más grandes de todos los tiempos, ¿cómo iba a renegar de eso? Por eso había decidido donarlas a la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, para «difundir entre los amantes de las buenas letras las producciones inéditas de la eximia escritora, gloria de Cuba y de España». El 22 de marzo de 1908 las cartas de Gertrudis Gómez de Avellaneda salían de Villalba del Alcor y hacían historia: se añadían unas páginas doradas al género autobiográfico, esta vez en versión epistolar.
Podía ser esto lo que pasó aquella mañana de marzo. Rosario de Córdova y Govantes donaba a la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla las cartas de juventud que la escritora romántica Gertrudis Gómez de Avellaneda (Puerto Príncipe, Cuba, 1814-Madrid, 1873) había dirigido a mediados del siglo XIX a Ignacio de Cepeda y Alcalde.
Cepeda y Alcalde (Osuna, 1816-Almonte, 1906) era hijo de Felipe de Cepeda y Ortiz de Abreu, villalbero que se estableció primeramente en Osuna con su familia para poco después volver a tierras onubenses. Licenciado en Leyes por la Universidad de Sevilla, llegó a ser diputado nacional y alcalde de Almonte. Se casó con Rosario de Córdova y Govantes en 1854 y tuvieron tres hijos (Ignacio Justo, Teresa y María). Conoció a la Avellaneda en 1839 durante un paseo por la Plaza del Duque de Sevilla.
La primera vez que vieron la luz esas cartas fue a través de una edición a cargo de Lorenzo Cruz De Fuentes, historiador almonteño y director del Instituto La Rábida. Si bien esta edición fue objeto de cierta censura: se suprimieron párrafos, se adaptaron muchos otros y algunas cartas fueron descartadas o desordenadas. Ya dieron cuenta de este hecho en el año 2017 el grupo de investigación del que formaba parte la que escribe, que le valió el Premio Nacional de Jóvenes Investigadores.
Pero, ¿qué tienen de especial estas cartas? Lo primero es que, evidentemente, se conserven: la práctica común en la época era que cuando la relación terminaba las cartas eran devueltas o destruidas. Cepeda, sin embargo, las mantuvo como un verdadero tesoro que, según contó una bisnieta suya, él mismo leía para entretener a sus nietos y, cuando ya llegó a una edad en la que no le era posible aplicar la vista, hacía que sus nietos se las leyeran. De este hecho dio también buena cuenta el poeta palmerino Pedro Alonso-Morgado, con una composición poética que hizo a raíz de la publicación del cuento «El secreto del abuelo», de Ignacio de Cepeda y Soldán, primer vizconde de La Palma, a la sazón nieto del destinatario de las cartas gertrudianas (el mismo nieto Ignacio que se encargó de llevar esas cartas desde Villalba a Sevilla, ¡todo se conecta!).
La edición de Cruz De Fuentes fue muy celebrada en la época: recibió innumerables elogios de autores muy notables como Menéndez Pelayo o Rodríguez Marín, quizás ajenos a los aliños que había hecho el erudito almonteño a las palabras gertrudianas. Y podríamos decir que en el ámbito del Condado fueron unas cartas que dieron también mucho que hablar. Y esta es otra de sus particularidades, por el efecto que tuvo su publicación en la vida de una de nuestras protagonistas: Rosario de Córdova y Govantes, viuda de Cepeda y Alcalde. Ignacio falleció en Almonte el día de Santa Gertrudis de 1906, las cartas fueron publicadas en 1907 y poco después ese mismo año Rosario trasladó su residencia de la capital de Doñana a Villalba.

Este hecho podría pasar completamente desapercibido en este capítulo de historia si no fuera por un detalle: los esposos no compartieron tálamo eterno hasta un siglo después, cuando ya habían pasado varias generaciones de Cepedas villalberos, almonteños y palmerinos. ¿A qué es debido esto y cómo encaja en el devenir de los acontecimientos? No se nos escapa el pudor con el que a veces nos enfrentamos a los hechos, máxime cuando nos encontramos en una familia de rancio abolengo como la de Cepeda y en un entorno social un tanto anquilosado, en el que cualquier desviación de la norma nos traspasa y nos arrolla, aniquila la rectitud y las normas impuestas. Las cartas de Gertrudis eran una desviación de la norma. ¿Es posible entonces que la familia política de Rosario, y el pueblo de Almonte en general, desarrollarán cierto rechazo a la viuda y consideraran reprochable la publicación de un epistolario amoroso dirigido a su difunto marido? Imaginamos a Rosario, «modelo de rectitud y prudencia», abandonando para siempre la gran casa familiar de la Calle del Cerro camino de Villalba para reunirse con su hija María de Cepeda y Córdova y con su yerno, el senador José Espina Soldán.
Al igual que fue Gertrudis mujer pionera en todas las cosas, así fue Rosario valiente valedora de la última voluntad de su marido y responsable de que, a pesar de todas las penas, los manuscritos de la Avellaneda se conserven. Debemos a este ostracismo al que se vio conducida la viuda de Cepeda el hecho de que las cartas vinieran con ella a Villalba y salieran desde aquí a la Academia de Buenas Letras. Aún hoy día son pocas las voces en la familia Cepeda que defiendan la actitud de Rosario y que vean a Gertrudis no como una de las autoras más grandes de todos los tiempos, sino como aquella mujer pasional que estuvo obsesionada con su ilustre antepasado (mucho menos ilustre si nos ponemos a comparar sus méritos con los de la eximia escritora). Tienen, por tanto, la visión que Cruz De Fuentes dio de ella tras su edición de las cartas.
A todo esto habría que añadirle algunos detalles más. La relación epistolar entre Gertrudis Gómez de Avellaneda e Ignacio de Cepeda se alargó durante trece años, de 1840 a 1853. En ellas la autora, la única escritora romántica española según algunos expertos, le ofrece a Cepeda una autobiografía de su puño y letra en la que intenta justificar, en algunos casos, sus decisiones y los derroteros de su existencia. Cruz De Fuentes, cuando editó la publicación de las cartas, se tomó algunas licencias en esta parte y presentó a la Avellaneda como una heroína romántica, víctima de sus propios impulsos y pasiones. Sólo recientemente (el pasado año) se ha llevado a cabo una edición no censurada de las cartas a cargo de Ramos Cobano. Gertrudis, “Amadora de Almonte” se presenta en la plenitud de una escritora de éxito de mediados del XIX: sus dramas causan sensación en la Corte (era amiga íntima de Isabel II), escribe la primera novela antiesclavista de la historia de la literatura, no cesan sus colaboraciones en periódicos de la época en forma de leyendas y de artículos de opinión en los que defiende a ultranza los derechos de la mujer convirtiéndola, también aquí, en pionera del feminismo en España y, tristemente, se convierte en la primera mujer cuya solicitud para ingresar en la Real Academia Española es rechazada, no por falta de méritos, sino por el simple hecho de ser mujer. Todo esto lo hizo mientras se carteaba con un medio villalbero que vivía en Almonte, «tibio varón» al que le dedicó «A él», una de sus composiciones poéticas más celebradas.
En Villalba del Alcor se custodiaron por última vez las cartas antes de emprender su viaje a la Academia de Buenas Letras; fue, pues, la última morada de los manuscritos gertrudianos. De aquí los legó Rosario y Villalba fue también su última tierra, pues aquí murió en 1916. La historia de la literatura está en deuda de gratitud con la que, por mandato del amor y la sensatez, decidió publicar para disfrute del público un epistolario único en su género. Y a los que la criticaron y la apartaron por este hecho suponemos que, como en los últimos versos que le dedicó Gertrudis a Cepeda, Rosario de Córdova les diría:
¡Vive dichoso tú! Si en algún día ves este adiós que te dirijo eterno, sabe que aún tienes en el alma mía generoso perdón, cariño tierno.

Águeda Vázquez
Autora